lunes, 24 de septiembre de 2018

Patrimonio de la inanidad

El 2 de diciembre de 1998 fue el día más importante de la historia milenaria de Alcalá. Pero en Alcalá se vivió como un día cualquiera: un jueves de diciembre frío y neblinoso alterado únicamente por un repentino repicar de campanas y el fragor de algunos petardos a media mañana. Solo los que por ocio o por casualidad deambulaban por las puertas del Ayuntamiento tuvieron ocasión de pillar una copa de cava y la noticia -por ese riguroso orden- de que Alcalá acababa de ser incluida en la lista mundial de rincones honrados como Patrimonio de la Humanidad, en una asamblea de la Unesco que se estaba celebrado en la remota ciudad japonesa de Kioto.




Y si tan extraños y desangelados resultaron el nombramiento y la acogida, con más indiferencia aún se está celebrando este año su veinte aniversario. Dos décadas en las que la conquista del título más codiciado por cualquier lugar del mundo, la divisa que nos emparenta con la Roma eterna, las pirámides de Egito, las ruinas de Machu Picchu, la Gran Muralla, Jerusalén, Estambul o la Isla de Pascua, entre las poblaciones, monumentos y paisajes más valiosos para la historia de la gran familia humana; no ha logrado traducirse en más identificación y compromiso cívico por parte del paisanaje; ni tampoco en más altura de miras, ambición y voluntad de consenso por parte de la clase política y gobernante local, acompasados por la displicencia y las bochornosas promesas incumplidas en los gobiernos regionales y nacionales, de todos los colores, de todas las tendencias y en todos los estamentos.

Veinte años es mucho, por más que Gardel machaque con el tópico contrario para la posteridad. Es una barbaridad de tiempo. No hay más que abrir los ojos y la memoria y recordar cómo era el Alcalá de 1998: la población rozaba los 170.000 habitantes; el centro histórico rebosada de coches y las barriadas tradicionales de vecinos; Espartales Sur comenzaba a poblarse, entre grúas y excavadoras, y con un tortuoso camino hasta el centro sin puente sobre la autovía; escombreras y algún pastor de cabras –el último, sin duda- ocupaban las explanadas donde hoy se levantan La Garena y Espartales Norte; y cientos de alcalaínos y alcalaínas trabajaban en Roca, Electrolux, Bosch, La Seda

La ciudad todavía se estaba recuperando de una secuencia de golpes brutales. El más doloroso fue la epidemia de legionella que en el otoño de 1996 se llevó por delante la vida de 11 personas, provocó la hospitalización de más de 220 y obligó a poner literalmente en cuarenta a casi un tercio del casco urbano. Y muy decepcionante, por lo que tenía de pérdida de confianza en los políticos locales, fueron  a lo largo de 1997 el ‘caso Ferrer’, una trama de comisiones ilegales que puso en el punto de mira durante meses al exalcalde Florencio Campos, hasta que fue sobreseído; y un demoledor informe del Tribunal de Cuentas que dejaba al descubierto la caótica administración del Ayuntamiento a comienzos de la década.


Imagen aérea de la manzana Cisneriana, el núcleo de la villa universitaria reconocido por la Unesco (Imagen: UAH)


Y en mitad de esa atmósfera tan desfavorable y deprimente, con un empuje admirable -más aún lo parececon la perspectiva que da el paso del tiempo-, un grupo de personas halló energía e ilusión suficientes para sacar adelante dos propuestas culturales tan descabelladas como el 450 aniversario del nacimiento de Miguel de Cervantes y la solicitud a la Unesco del título de Patrimonio de la Humanidad a Alcalá. El primero resultó un fiasco, no tanto por lo forzado de la efeméride como por el apoyo prometido y luego negado desde el Ministerio de Educación y Cultura, cuya titular era casualmente Esperanza Aguirre; y desde la Comunidad de Madrid, con Ruiz Gallardón y el consejero Villapalos a la cabeza.

Mucho mejor fue con la aventura ante la Unesco, en cuyo buen final concurrieron los méritos -nunca ponderados lo bastante- de la Universidad, precursora de la idea con al rector Gala al frente; y a las decenas de instituciones y pequeñas entidades sociales, culturales y deportivas, así como comercios y empresas de la ciudad, que convocadas por el extinto Diario de Alcalá suscribieron un manifiesto absolutamente enardecedor. Tras su lectura, los asamblearios reunidos en Kioto poco menos que imaginaron al pueblo complutense abrazado como un solo ser a la Ciudad del Saber, de Dios, de la Lengua y de Cervantes acrisolada, como en ningún otro lugar del planeta, en este recoleto rincón de la meseta, a orillas del rumoroso río Henares.

Entonces se confiaba ingenuamente que aquel amor incondicional de los vecinos por su ciudad vendido y comprado por la Unesco sería una realidad en cuestión de tiempo; de paciente cultivo y de lento aprendizaje. Porque Alcalá no es de esas viejas ciudades cuya historia entra de un trallazo en los cinco sentidos del que la recorre y contempla, como lo hacen el Obradoiro en Santiago, la plaza Mayor en Salamanca, la Mezquita en Córdoba o el Acueducto en Segovia. Alcalá necesita ser contada y explicada para, a continuación, descubrir y asombrarse con las huellas de la carcasa armoniosa, mestiza e inspiradora que han ido dejando casi dos mil años de afanes y desvelos de muchas generaciones; encerrada ahora entre impersonales capas de colmenas de pisos, modernas urbanizaciones de simétricos adosados, cinturones interminables de asfalto y destartalados polígonos de empresas y grandes comercios.

A la vista está que, en cuestión de conocimiento y orgullo locales, estamos casi como hace 20 años. O más atrás. Y eso que no han faltado los esfuerzos divulgativos por parte de las autoridades locales, en los sucesivos gobiernos que han desfilado por el Consistorio en este tiempo. La agenda cultural ha aumentado considerablemente, incorporando celebraciones como el Mercado Cervantino que, aunque desbordado en algunos extremos, es todo un referente popular; y con la ayuda de la Comunidad de Madrid se han consolidado tres equipamientos culturales de primer nivel: el Museo Casa Natal de Cervantes, el Corral de Comedias y el Museo Arqueológico Regional.

Pero para conocer y querer hace falta poner voluntad. Y ya.

Cabe la posibilidad de que otro gallo nos hubiera cantado si a lo largo de estas dos décadas se hubiera avanzado en la agenda material que obligatoriamente ha de acompañar a una posesión tan inmaterial como el título de Patrimonio de la Humanidad. Y ahí por desgracia ha existido un estancamiento de lo más desolador.


En apenas veinte años, el Mercado Cervantino de octubre se ha convertido en la fiesta popular más multitudinaria de Alcalá (foto: Ayuntamiento de Alcalá)

Uno de los temas de ciudad más recurrentes en la agenda municipal de los años posteriores a la consecución de la declaración de la Unesco era constituir un Consorcio con representantes de todas las Administraciones, amparados a su vez por un Patronato Real -imitando a Santiago, Toledo y Cuenca-, que velaran institucional y económicamente por la Ciudad Patrimonio de Alcalá. Con ello se lograría un presupuesto millonario para consumar, a través de una periodicidad perfectamente trazada, materializar un ambicioso plan de mejoras, conservación y promoción que se dio en llamar la ‘Biblia del Patrimonio’.

Y en esa biblia se metía desde la finalización -ya con criterios rigurosos y sin descuidos o excesos- de los proyectos de recuperación de edificios y espacios históricos, hasta la creación del parque arqueológico de Complutum; desde el enterramiento de las vías del tren y la creación de un bulevar kilométrico, a la integración del río Henares en la ciudad, como su gran espacio natural; desde la adecuación de los Cuarteles del Príncipe y Lepanto y Sementales a usos sociales y culturales, a la creación del mejor auditorio al aire libre en la Huerta del Obispo; o desde el relanzamiento del parque de los Cerros -clausura inmediata del vertedero incluida- y del mirador de Alcalá la Vieja, al rescate de todo lo rescatable del suntuoso Palacio Arzobispal destruido en 1939. Y todo eso, y más, conformaba la manera de plasmar lo que suponía el compromiso impuesto por la Unesco: cuidar la historia y el patrimonio para, por encima de todo, proyectarlos con la modernidad y las comodidades del presente hacia el futuro.

Hace mucho, sin embargo, que estos asuntos no aparecen en los discursos municipales. Y mucho menos en los regionales y nacionales. Gobiernos y corporaciones se esforzaron por sacar adelante un sucedáneo de Consorcio, que apenas llegó a funcionar. La petición del Patronato contó con las bendiciones del rey y, las más decisivas, de la Asamblea de Madrid y de las Cortes, instando al Gobierno de la nación a constituir esta institución. Pero se toparon con el poder absoluto de las vicepresidentas. La socialista Fernández de la Vega dijo en 2009 que no tocaba… ni tocaría; y la ‘popular’ Sáenz de Santamaría lo anunció y casi lo olvidó al mismo tiempo en un paripé electoralista en mayo de 2015.





Y desde entonces, el silencio. Hasta llegar al aniversario de ahora, donde lo más relevante ha sido un corto promocional primoroso, un álbum de postales de gran formato en la tenebrosa Capilla del Oidor  y, de parte de la iniciativa cívica, el oportuno y pertinente ciclo de conferencias de la Institución de Estudios Complutenses (IEECC).

Ninguna acción política ni reflexión de lo hecho y de lo muchísimo por hacer (¿por qué no una declaración municipal de conjura para pedirle cuentas al Estado? ¿O un simposio nacional e internacional para abastecerse de ideas? ¿O una simple campaña en colegios e institutos para que los alcalaínos del mañana nos presten sus sueños?). Solo un brindis al vacío, una oda sordomuda a este patrimonio de la inanidad. Nada comparado al entusiasmo arrollador con el que, aquel 2 de diciembre gris y cualquiera, muchos imaginaron el Alcalá de 2018 con el regalo increíble pero cierto que nos llegaba desde Japón: nada menos que unas alas del paraíso que no nos harían crecer sino volar.

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