miércoles, 21 de febrero de 2018

Érase una vez un castillo sobre el río...

Los vecinos le conocían como ‘El Dorado’: todo un virtuoso en el oficio de curar las enfermedades y dar alivio a los heridos. Se trataba del médico alcalaíno más conocido y respetado de la villa; su consulta se hallaba en los alrededores de la calle Mayor y era judío. Rabí Hudá, apodado ‘El Dorado’, acaso por su vistosa cabellera rubia, fue uno de los miembros de la próspera comunidad sefardí que habitó la judería o Aljama complutense a partir del siglo XII, y de la que también pasaron a la posteridad los nombres de Abravanel, Aben Xuxen o el escritor Menahem Ben Zerah, como preclaros prohombres.

Restos del viejo castillo árabe que han llegado hasta nuestros días (extraída de arqarqt.revistas.csic.es)
Fronterizo con este vecindario, donde se asientan hoy el convento de las Bernardas y el Museo Arqueológico, se ubicaba la morería o Almanxara, un arrabal de familias musulmanas donde alcalaínos como Yusuf Robledo, Durramen Herrero o Hamete Xarafi conquistaron una merecida fama como habilidosos artesanos. Unos paisanos y otros convivían con un tercer vecindario más populoso, el cristiano, arracimado en torno a la iglesia levantada sobre la legendaria piedra del martirio de los niños Justor y Pastor, el primitivo Campo Laudable, hoy Catedral Magistral.

Esa urbe, que es la abuela de la ciudad que conocemos en el presente, empezó a gestarse hace ahora justo novecientos años: en 1118 tuvo lugar la conquista del castillo musulmán al otro lado del río, el Al-qal'a Nahar, topónimo del que procede el nombre de la ciudad que nos cobija; y este territorio dejó de pertenecer al dominio de Al Andalus para pasar a formar parte de Castilla, ya para siempre (o más exactamente hasta el nacimiento del estado de las Autonomías).

Por casualidad o por misterioso capricho del destino, el pasado noviembre el Ayuntamiento informó del hallazgo de unos bolaños o proyectiles de piedra en el entorno de las ruinas del viejo castillo, paraje conocido también como Alcalá la Vieja. Y los arqueólogos no dudaron en relacionarlos con la munición de las catapultas empleadas por las milicias al mando del arzobispo de Toledo, Bernardo de Sedirac, para rendir el alcázar ribereño del Henares. No se reparó entonces en que estaban a punto de cumplirse nueve siglos del fin de aquel asedio.

Policías locales con los bolaños o proyectiles de piedra encontrados el pasado otoño en las inmediaciones de Alcalá la Vieja (Foto: Ayuntamiento de Alcalá)
Tuvo que ser, una vez más, la Institución de Estudios Complutenses la que colocara el foco en una efemérides de una importancia capital para entender la evolución urbana, social y cultural de Alcalá. Un ciclo de conferencias, en el que intervendrán algunos de los más acreditados investigadores y eruditos locales, recordará aquel hecho y sus consecuencias. Y entre el plantel de ponentes estarán aquellos estudiosos que más han ahondado en esa etapa tan apasionante pero a la vez tan ignorada de la historia de Alcalá.

En el momento en que el arzobispo De Sedirac, mandó levantar un fuerte de madera en el cerro hermano del que albergaba castillo musulmán para, desde allí, como un Malvecino, acosar y reducir sus resistencias a base de bolazos de piedra caliza como los que se encontraron el pasado otoño; los pasos de la ciudad cambiaron de rumbo. Se puso fin a una etapa aún demasiado nebulosa pero fascinante, marcada por la agonía de la vieja Complutum, el nacimiento de un caserío en torno a la piedra martirial de los santos niños, el desvaído dominio visigodo, la llegada de los nuevos señores del Islam y el intercambio de razias entre campeadores castellanos y guerreros almorávides.

Los antecesores de estos últimos escogieron allá por el siglo X uno de los montículos al otro lado del río, con tradición de asentamientos desde lo más oscuro de la noche de los tiempos, para vigilar toda la vega; con una atalaya primero y después con un alcázar de recias murallas y torres albarranas, que fue conocido en origen como Qalat abd al Salam. Y alimentaron con su presencia las historias mágicas de la orilla izquierda del río y de sus cerros. Desde entonces, unos gigantes o gigantones pueblan el laberinto de cuevas y pasadizos kilométricos de su subsuelo, custodiando de paso la mesa del rey Salomón, la misma que condenó al desdichado moro Muzaraque, del que se apiadó, haciéndole aún más inmortal, Miguel de Cervantes, haciéndole cabalgar a lomos de “una cebra o alfana” por "la gran cuesta Zulema” en las páginas de El Quijote.

Expulsados los amos islámicos, el castillo y el burgo nacido alrededor del templo en recuerdo de Justo y Pastor quedaron en manos de los todopoderosos arzobispos de Toledo. Bajo su mando, la villa comenzó a crecer, custodiada por una fortaleza cuyas primeras piedras se colocaron en 1209 y que fue el germen del suntuoso palacio Arzobispal (los ocho siglos que se conmemoraron en 2009 también pasaron con muchísima más pena que gloria), así como de un largo perímetro de murallas.

Uno de los escudos de Alcalá más antiguos que se conocen es el que se conserva en uno de los capiteles de la plaza de Cervantes. Es del siglo XVII y señala el lugar donde, durante varios siglos estuvo la casa del Concejo o Ayuntamiento.
Y el Burgo de Santiuste, luego Alcalá de Sant Yuste y al final Alcalá de Henares, comenzó a prosperar. Y no solo porque, al amparo arzobispal, en siglos sucesivos se organizaran aquí reuniones de Cortes, se diera cobijo a los reyes castellanos en largas estancias o abriera sus puertas un Estudio General, antecedente remoto de la Universidad. También las leyes permitieron que, además de la población cristiana mayoritaria y dominante, la comunidad judía creciera y tomara peso en la vida pública, como recaudadores y comerciantes. Y se tolerara la convivencia con los musulmanes o mudéjares, cuya pericia como albañiles, carpinteros y hortelanos fue recordada incluso después de que el glorificado Cardenal Cisneros, tan buen alcalde de Alcalá como a ratos despiadado martillo de herejes, clausurara la mezquita y la transformara en iglesia bajo la advocación de Santiago, pero no en su versión de pacífico santo peregrino sino como temible Matamoros. Hoy solo queda de ella una columna empotrada en la esquina de la calle Santiago con Diego de Torres; y de las dos sinagogas complutenses, apenas un pasillo empedrado al que se accede desde un recoleto adarve de la soportalada calle Mayor que nos dejaron en herencia.

Y todo eso, y mucho más, se desencadenó a raíz de la conquista de aquel castillo sobre el río. Ese que, a pesar de la ignorancia activa y la sectaria moda de la corrección política, que abomina de luchas religiosas y reconquistas, luce con particular donosura en el mismísimo escudo de la ciudad.