jueves, 6 de abril de 2017

Condueños: una sociedad secreta (pero menos)


El desarraigo es la enfermedad más dañina que puede sufrir una ciudad. Y cuanto más antigua es la urbe, más lacerantes resultan sus efectos. Un vecindario sin sentimiento de pertenencia, indiferente a la historia, los valores y las necesidades del teatro urbano que le rodea, supone ponzoña mortal para una ciudad histórica. Alcalá de Henares lleva mucho tiempo conviviendo con esa toxina y aun así mantiene el tipo. Todavía no se conoce el límite de su resistencia. Y mientras tanto, avanza la despersonalización, a golpe de asfalto y hormigón, en la conurbación capitalina.
La fachada renacentista del colegio mayor de San Ildefonso, en una imagen de finales del siglo XIX
Curiosamente, en el repertorio inacabable de acontecimientos brillantes que jalonan el pasado complutense, se encuentra uno que representa justo lo contrario, el modelo de reacción contra toda flojera, desinterés, ignorancia y olvido: la hazaña de la Sociedad de Condueños. El relato resumido más o menos es el que sigue.
126 vecinos de Alcalá, entre los que se contaban ricos propietarios y comerciantes, catedráticos y religiosos, pero también albañiles, campesinos y tenderos, constituyeron el 12 de enero de 1851 la Sociedad de Condueños de los Edificios que fueron Universidad. Justo un mes antes, reuniendo todos sus ahorros en plan crowdfunding, habían comprado por 90.000 reales la manzana de la Universidad Cisneriana, cuya fachada plateresca pretendía desmontar, al parecer, su propietario, Javier de Quinto. El notario Esteban Azaña, abuelo del niño Manuel Azaña que nacería veintinueve años más tarde y que llegaría a ser notable escritor y político, además de presidente de la Segunda República española, dio fe de la constitución de aquella entidad.
Por aquel entonces, la población de Alcalá apenas superaba los 4.000 habitantes. El barrio universitario que el cardenal Cisneros diseñó y mandó construir a comienzos del siglo XVI no era más que un glorioso cementerio de arquitectura renacentista y barroca, desde que el Gobierno ordenara cerrar la institución en 1836 y trasladar los estudios a la nueva universidad de Madrid.
Aquel fastuoso mastodonte de piedra y adobe fue entregado a la subasta pública y por la Cisneriana apareció en 1846 una oferta de 50.000 reales a cargo del empresario Joaquín Alcober. Su intención era dedicar la centenaria sede de la academia complutense a criadero de gusanos de seda, cultivo de plantas de morera y taller de hilatura. El descabellado proyecto no se llevó a la práctica y dos años después la propiedad pasó a manos de otro potentado, Joaquín Cortés, que a su vez vendió el colegio mayor de San Ildefonso y todo el caserío que lo circunda al mencionado Javier de Quinto.
Una de las escasas representaciones que se conocen del desaparecido arco universitario de la calle Pedro Gumiel desde la plaza de Cervantes: un dibujo realizado por el artista Vicente Carderera y
Solano en 1846. La obra es propiedad de la Fundación Lázaro Galdiano y se dio a conocer por primera vez en la ciudad en las páginas del desaparecido Diario de Alcalá en febrero de 2010, junto a un artículo del investigador local y condueño, José María San Luciano,
Además de liquidar libros y obras de arte que pertenecían a los bienes muebles de la universidad, el nuevo dueño mandó trasladar las campanas de la capilla –que según se decía se fundieron con el bronce de los cañones de la conquista de Orán-, desmontar las cresterías del patio Trilingüe y echar abajo el histórico arco con balconada que hacía ‘frontera’ entre la calle Pedro Gumiel y la plaza de Cervantes, o sea, entre la jurisdicción universitaria y la del Concejo.
Cuando empezó a extenderse el rumor de que la piqueta acabaría también con la suntuosa fachada de Gil de Hontañón, los paisanos se decidieron a intervenir y adquirieron la Cisneriana, que bajo su custodia fue luego cedida para sede de la Academia de Caballería, colegio de Escolapios y centro de formación de funcionarios, hasta que en 1977 la universidad retornó a Alcalá.
Apenas quedan descendientes de aquellos alcalaínos que sigan formando parte en la actualidad de la Sociedad de Condueños. Ellos son los poseedores de las 900 acciones en que fueron representados los 90.000 reales con los que se adquirió la manzana universitaria. Tales acciones, conocidas como “láminas”, solo pueden ser transferidas entre vecinos de Alcalá, con un máximo de diez por persona, teóricamente al menos. De manera excepcional y como reconocimiento a sus afanes en la recuperación de patrimonio histórico y artístico de la ciudad, la entidad ha hecho ‘condueños’ a título institucional al Ayuntamiento, la Universidad y el Obispado.
El patio Trilingüe lleno de maleza, en una postal de finales de los años 20 del pasado siglo.
Con sede en la plaza de Cervantes, donde posee una valiosa biblioteca, la actividad pública de la Sociedad ha venido siendo muy testimonial. Celebra una asamblea anual y cada curso entrega un premio a las mejores tesis doctorales de la Universidad. Además de contar con una calle en la zona de La Esgaravita, el Ayuntamiento le concedió la medalla de oro de la ciudad en 2001, la más alta distinción municipal, con motivo de la conmemoración de su centenario y medio. Eso la convierte no solo en la entidad más antigua de la sociedad complutense, sino también un ejemplo pionero en España de la movilización cívica por el salvamento y la conservación del patrimonio histórico.
Hoy en día, solo una minoría, emplazada casi toda en ese territorio garrapiñado que tiene por puntos cardinales la plaza de Atilano Casado, Cuatro Caños y las Puertas del Vado y Santa Ana, está al tanto de este episodio, que reúne todos los dones para enardecer el amor y el orgullo local. La displicencia con la que el común del paisanaje suele relacionarse con el pasado del lugar donde vive tiene mucho que ver en este desconocimiento. Pero tampoco ha ayudado el cierre en sí misma de la Sociedad de Condueños, que nunca se ha impuesto una responsabilidad con la ciudad más allá de la simbólica, ni mucho menos la voluntad de hacerse conocer en esa terra incognita que se abre más allá de Puerta de Madrid, de la Ronda Fiscal, las vías del tren o Juan de Austria.
Felizmente, algo está cambiando y hace pocos días ha abierto sus puertas un pequeño pero muy coqueto museo en uno de los locales de la entidad, en el encantador patio de la vieja Hospedería de Estudiantes, donde la vieja sede de la Cruz Roja en el extremo sureste de la plaza mayor. La conmemoración del quinto centenario de la muerte de Cisneros ha sido el pretexto para una exposición y la consiguiente creación de este nuevo espacio divulgativo, de recomendable visita.
Y si se tiene el privilegio de ser guiado por José Félix Huerta, presidente de la sociedad, y José María San Luciano, investigador local y condueño, el paseo se hará muy corto. Porque animarán con detalles históricos y comentarios impagables el visionado de fotografías insólitas de los patios universitarios ruinosos o invadidos por la maleza; de algunas de las joyas del centenar de libros cisnerianos de la biblioteca, con un tomo de la histórica Políglota o un ejemplar de la Vita Christi de Polono, el primer libro de la imprenta del cardenal; o de algunas de obras de arte, como los magníficos dibujos de Villaamil, entre los que se halla una delicada estampa de la capilla de San Ildefonso, con la críptica anotación “Muy oscuro” manuscrita a la altura  del altar.
Vitrina con algunos de los libros de la sección 'cisneriana' de la biblioteca condueña, en la muestra que hasta el próximo verano se podrá ver en la nueva sala de exposiciones del patio de la vieja Hospedería.
Pero además, estos cicerones intercalarán sucedidos paralelos como el proyectil que cayó en mitad del patio en uno de los bombardeos de la Guerra Civil, matando a una joven pareja vecina de la corrala; el “descubrimiento” de unos relieves en la pila de lavadero que bien podrían ser escudos cisnerianos; o aventuras relacionadas con las urgencias que atendían los voluntarios de Cruz Roja allí mismo; entre explicaciones eruditas de personajes, edificios e hitos complutenses.
Escuchándoles y admirando lo que contiene el museíto, no se entiende que el colectivo condueño pase entre los pliegues del tiempo casi como una sociedad secreta. Como actores y herederos de buena parte de la historia y de la memoria popular de la ciudad, poseen el antídoto contra cualquier virus desintegrador. Y en esta Alcalá permanente e injustamente amenazada por la pérdida de identidad no se puede consentir tal desperdicio.

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