viernes, 27 de abril de 2018

La silla eléctrica, la hoguera y medio milenio de libros

Entre la tropa de sabios, maestros y artesanos  que el cardenal Cisneros invitó a vivir en Alcalá de Henares para construir su barrio universitario, llegó de Sevilla en 1502 un impresor polaco llamado Estanislao Polono. Y ese año, hace pues más de medio milenio, salió del taller de este industrial el primer libro de imprenta de la historia de Alcalá. Un hecho que no tendría mayor trascendencia si no fuera porque en aquellos días, en aquella época y en aquel Alcalá un libro era, además de un objeto de vanguardia, tal y como hoy lo puede ser un teléfono móvil de ultimísima generación; un tesoro de conocimiento, y una obra de arte; uno de los productos más sofisticados de un tiempo, el del Renacimiento, en el que se registró una de las revoluciones del conocimiento más grandes de la historia de la humanidad. Vita Christi, del cartujo Ludolfo de Sajonia, era el título de aquel primer tomo que unía a la Ciudad de Dios y del Saber que empezaba a ser Alcalá, la condición de universal Ciudad de los Libros, la Civitas Librorum.

La falla, con Cisneros como protagonista central, antes de comenzar arder (foto: Ayuntamiento de Alcalá)

Con ese título se inauguró en el otoño de 2002 una formidable muestra conmemorativa con ochenta libros fabricados en Alcalá en aquellos años de albores de la Universidad y de despegue del arte de la imprenta, con la Capilla del Oidor como marco (aún le quedaban unos años para brillar como una de las salas de exposiciones más hermosas de la Comunidad de Madrid, antes de convertirse en el lúgubre y deslavazado centro de interpretación que es hoy en día). Y aquella efeméride vino a señalar uno de los hitos más importantes en la historia de la ciudad. Porque con la incorporación de la imprenta al estudio y a la divulgación, se accedía de lleno a la escogida geografía de los lugares donde se apreciaba y se producía alta cultura en el mundo. Y tanto los eruditos como los creadores, tuvieron aquí aseguradas puertas abiertas y refugio seguro para fijar sus saberes, ideas y fabulaciones, y multiplicar su alcance entre el prójimo sin número ni medida, gracias a la nueva máquina.

Cuesta comprender y hacerse una idea cabal de lo que representó ese colosal salto en la mentalidad de 2018, cuando la práctica totalidad del saber humano cabe y está al alcance en una pantalla de móvil o de ordenador. Pero entonces supuso una ruptura revolucionaria.

Los homenajes y recuerdos de ese pasado esplendoroso continuaron unos meses más tarde, en mitad de la primavera, en vísperas de elecciones municipales de mayo de 2003, con la inauguración de un monumento conmemorativo en la fuente que preside la glorieta de entrada al barrio de Espartales. El monumento en cuestión trataba de recrear una prensa. Sin embargo, el vecindario nunca ha dejado de conocerlo y reconocerlo como la ‘silla eléctrica’, un mote de guasa que da idea de lo poco afortunada que resultó la recreación.

Por desgracia tampoco está ya el panel de azulejos que en la acera explicaba al paseante que aquella instalación estaba dedicada a reconocer la labor centenaria del ilustre gremio de los impresores alcalaínos. Allí aparecía una larga lista de nombres que arrancaban en el siglo XVI con Polono y los célebres Brocar y concluía en el siglo XX con Ventura Corral y los Talleres Penitenciarios, al cuidado estos últimos de maestros de la imprenta y la escritura como el venerable Francisco Antón.

Monumento a los impresores en Espartales (foto: Raimundo Pastor)

Pero el panel en cuestión fue arrancado azulejo a azulejo por bárbaros de distinto turno. Y nadie se ha preocupado por reponerlo. Que este despojo se haya producido en Espartales, esa barriada siempre a trasmano, ha rebajado aún más la preocupación hasta la nada.

De remate a aquellos recordatorios del estrecho lazo de Alcalá con la letra impresa, un año después vio la luz el libro Tres siglos de prensa en Alcalá, 1706-2004, una concienzuda recopilación de los periódicos, revistas y hojas volanderas que han existido en Alcalá, obra de dos de sus estudiosos más preclaros, Vicente Sánchez Moltó y José Félix Huerta. El pretexto para lanzar aquel monumental trabajo, que ya es un referente en la historiografía local y que estuvo acompañado de su correspondiente exposición, fue el tricentenario del primer periódico conocido en la ciudad, La Gaceta de Alcalá, surgida en mitad de la Guerra de Sucesión, con los partidarios de los Austrias y de los Borbones en liza.

En honor a la verdad, ya existía de antes en el paisaje de la ciudad un recuerdo a aquel periódico pionero, aunque resulta tan deprimente como la silla eléctrica. Se trata de la calle Gaceta, que es más bien un callejón o pasadizo, tétrico y oscuro, estrangulado por las vías del tren y el paredón de la rampa del puente de Meco. Al dar acceso al paso elevado que conduce hasta el barrio de los Nogales, el tránsito está asegurado. Y solo ese trasiego de paisanos, más el colorido de los grafitis, distraen un poco la fealdad de ese rincón.

Parte de ese mundo prácticamente perdido que es la prensa de papel se guarda en el depósito que la Biblioteca Nacional posee a orillas de la carretera de Meco. Millones de documentos de todo formato reposan en esos silos que cierran el horizonte del Campus por el norte. Y otros tantos o más se conservan en el otro gran almacén de memoria impresa que tiene el privilegio de cobijar Alcalá: el Archivo General de la Administración, heredero del mítico Archivo General Central que fue alojado en el Palacio Arzobispal a mediados del siglo XIX y que sucumbió junto a sus mejores estancias en el devastador incendio de agosto de 1939.

Y precisamente casi a la sombra de la imponente mole de Aguadores, en la vecina plaza de la Paloma, tuvo lugar hace unos días el último y más disparatado de los homenajes al libro en Alcalá, consistente en una falla valenciana con todos sus avíos: pirotecnia, ninots indultats y, cómo no, fuego. El Ayuntamiento ya encargó una el año pasado con motivo del cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes y para dar realce al Día Internacional del Libro, fijado en el 23 de abril precisamente por ser esa la fecha en la que recibió sepultura el alcalaíno más universal.

Detalle de la portada del libro Vita Christi.

Y a la vista está que nadie en el Consistorio consideró un contrasentido simbólico el hecho de reducir a pavesas unos iconos culturales con alma de papel, porque este año se ha vuelto a celebrar la fiesta del libro pegándole fuego a una falla. Y esta vez le ha tocado arder a Cisneros, por aquello del reciente cuarto centenario de su muerte.

Si al cardenal le hubieran augurado allá por 1502, con su Vita Christi entre las manos, que medio milenio después los alcalaínos celebrarían sus desvelos quemándole públicamente en efigie en una plaza, entre el jolgorio general (siendo él, para colmo, un inquisidor), seguro que habría mandado parar.

Pero así es se las gastan en su Civitas Librorum en los comienzos del siglo XXI. Y lo que queda aún por ser pasto del fuego: calculen desde el Arcipreste de Hita a Azaña.

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