miércoles, 7 de octubre de 2020

Todas las casas de Cervantes

En 1752 se tuvo la primera noticia fiable de que Miguel de Cervantes, el inmortal autor de El Quijote, había nacido en Alcalá de Henares con el hallazgo de su partido de bautismo. Pero tuvieron que pasar doscientos años para que se conociera la casa complutense donde vino al mundo y dio sus primeros pasos, se reconstruyera con más que dudoso gusto y se convirtiera en uno de los museos más visitados de la Comunidad de Madrid. 

Fachada de la Casa Natal (Foto: www.museocasanataldecervantes.org)

El investigador local, José María San Luciano (Alcalá de Henares, 1950), rastreó, reunió y documentó todas las vicisitudes de esos dos siglos en el libro La Casa de Cervantes en Alcalá de Henares y el Día de la Provincia (Domiduca Libreros, 2012); el relato de un largo y fatigoso empeño colectivo que se vio culminado el 9 de octubre de 1956.

Ese día se inauguró como "museo y biblioteca" la actual casa de la calle Mayor, siendo el acto central de los actos del Día de la Provincia, evento que tenía por objeto en aquellos años previos al Desarrollismo la revitalización del deprimido entorno rural de la capital. Y el celebérrimo escritor, cómo no, fue el personaje al que se abrazó Alcalá para este menester, poniéndose broche así a las dos centurias de búsqueda del lugar donde honrar y aprovechar el tirón, o viceversa, del alcalaíno más universal.

Esa búsqueda comenzó primero por la localización del hogar de la familia Cervantes, un largo proceso que San Luciano detalla con precisión en su libro. Porque fue en el primer tercio del siglo XIX cuando se dieron las primeras intentonas de hallar la finca en cuestión, con el propósito de restaurarla y erigir en ella un museo-biblioteca en honor al autor de La Galatea.


Placa colocada en la casa que durante un siglo se consideró, equivocadamente, que fue el hogar de la familia Cervantes, en la actual calle Cervantes Foto: Fototeca de IPCE)

Así, la 'primera casa' se ubicó en la calle Cervantes, en la huerta del antiguo Convento de los Capuchinos, un solar que ocupa en el presente el Teatro Salón Cervantes. Una creencia popular sin ningún fundamento histórico sólido señalaba que ahí estuvo el primer hogar de los Cervantes. Un prohombre local y cervantista entusiasta, Mariano Gallo, se aferró a esa tradición local y promovió que en 1846 se colocara una placa conmemorativa en la tapia de ese solar, así como que se cambiara el nombre de la vía, conocida hasta entonces calle de la Tahona.

Apareció más tarde el abogado Ramírez de Villaurrutia, que en 1872 se ofreció a sufragar una biblioteca cervantina en un caserón de la calle Escritorios. Y metidos ya en el siglo XX se alentaron más proyectos, como el de instalar un museo cervantino en alguna de las salas de la vieja Universidad Cisneriana. La búsqueda concluyó cuando el biógrafo Luis Astrana Marín encontró en 1941 las primeras pruebas documentales que emplazaban la casa de los Cervantes en el número 2 de la calle de la Imagen.

Tuvieron que pasar, no obstante, quince años más para que el museo biblioteca viera la luz tras una compleja y onerosa compra del edificio por parte del Ayuntamiento, en especial de la crujía que daba a la calle Mayor, dado el empeño de los restauradores de 'darle entrada' a la casa por la emblemática vía, convirtiéndose en su número 48.

Y no fue éste el único capricho de los encargados del proyecto de reedificación de la finca, bajo el amparo ya del Ministerio de Educación Nacional. Se barajaron ideas tan disparatadas como la de desmontar y trasladar la majestuosa fachada de la Casa de los Lizana, con sus leones rampantes, con la idea de dar el mayor empaque a la casa. Sí se reutilizaron algunas columnas de los patios renacentistas del devastado palacio Arzobispal para adornar la casa, y se le adosó, casi como un postizo, un pequeño jardín.


El número 2 de la calle de la Imagen, la entrada auténtica a la casa de los Cervantes, en una imagen de la posguerra (Foto: Fototeca IPCE)


El resultado fue un pastiche que todavía hoy sigue provocando controversia, así como el rechazo de muchos alcalaínos y visitantes, que consideran la casa una estafa.

En cambio, otros muchos miran con indulgencia el 'chalé' de Cervantes, gestionado desde hace más de treinta años por la Comunidad de Madrid. Estos defensores, como San Luciano, argumentan con criterio que la estructura de la casa original donde vieron las primeras luces Miguel y algunos de sus hermanos continúa existiendo, a pesar de todas las imposturas arquitectónicas.

Y éstas, al fin y al cabo, no dejan de ser el producto de los afanes y de los sueños de los alcalaínos de aquella gris y empobrecida Alcalá de la posguerra por darle brillo y encanto a la casa de su paisano más ilustre. Y qué menos que un palacete reinventado sobre una humilde y añeja casa de vecindad.


martes, 15 de septiembre de 2020

El año de la otra plaga

"¡Cuán espantoso el aumento en agosto! Ora la nube es muy negra, y la tormenta se abate sobre nosotros con gran furia. Ora la muerte cabalga triunfante en su claro caballo por nuestras calles, e irrumpe casi en cada casa donde puede hallar a un habitante. Ora las personas caen tan abundantes como las hojas en otoño, cuando las agita un poderoso viento!". Estas palabras campanudas y agoreras bien podrían servir para retratar la amenaza que se cierne sobre nosotros por la segunda ola de la pandemia de coronavirus. Pero tienen casi trescientos años. Con párrafos tan truculentos como éste Daniel Defoe, el célebre padre de Robinson Crusoe, describió el terror devastador que sufrió Londres en 1664 por culpa de una epidemia. Su Diario del año de la peste ha sido una de las lecturas clásicas más citadas en este año de plaga, otro bisiesto maldito que con la peor saña se ha vuelto a cebar con Alcalá de Henares. 



Aspecto del paseo de la Estación el 9 de enero de 2009, día de la última gran nevada de Alcalá. El vecindario de esta vía principal fue uno de los más afectados por el brote de legionela en el comienzo del otoño de 1996. (Foto: M. Peinado)


De pocas enfermedades, catástrofes y desgracias colectivas se ha librado la ciudad a lo largo de la historia. Y el azote del Covid 19 no iba a ser una excepción. Ni siquiera resulta nueva esa sensación de peligro invisible y letal de inesperada aparición, recorriendo las calles y las plazas y cazando víctimas en una funesta lotería. Hace exactamente 24 años ese mismo pánico se apoderó del paisanaje por culpa de otra epidemia, con la crueldad añadida que solo afectó al término municipal alcalaíno: 1996 fue el año de la otra plaga, la de la bacteria legionela.

Aparte de los especialistas en medicina y en microbiología, pocos estaban al corriente entonces –y aún hoy- de las andanzas de este microorganismo y de la grave enfermedad que produce, conocida como legionelosis o también enfermedad del legionario. En aquel Alcalá del 96, como sucedió quince años antes con la vileza de la intoxicación por el aceite de colza, los vecinos pronto se familiarizarían con este mal durante los dos meses terribles que transcurrieron desde que, a finales de agosto, en plenas Ferias, empezaron a recibirse y tratarse en el Hospital Príncipe de Asturias y los ambulatorios de barrio un número anormal de enfermos de neumonía; hasta que el contador de víctimas se paró a finales de octubre con 260 enfermos y 16 muertos, en un balance inicial luego corregido.

Fue en la primera quincena de septiembre cuando la inquietud se esparció por toda la ciudad, al propagarse el rumor de que una enfermedad desconocida estaba haciendo estragos en todos los barrios. La vuelta al colegio y a los institutos acrecentó aún más los temores, alentados en parte por especulaciones tan sobrecogedoras como infundadas.

Por suerte, los técnicos no tardaron demasiado en encontrar la causa de aquella misteriosa plaga que estaba postrando a decenas de vecinos con graves neumonías. También empezó a segar la vida de algunos de ellos; los más débiles y mayores, eso sí, pero víctimas injustas al fin y al cabo.

La legionella pneumophila, nombre científico de la legionela, es una bacteria que provoca una compleja infección pulmonar y fiebre muy alta. Como el virus que provocó la mal llamada gripe española, dio su cara más letal por primera vez en Estados Unidos. Una convención de la Legión Americana en Filadelfia en 1976 fue el primer escenario descrito y catalogado donde actuó esta bacteria, cobrándose 34 vidas entre dos centenares de enfermos, y de ahí se bautizó como la enfermedad del legionario. A partir de entonces se comenzaron a conocer decenas de brotes epidémicos en ciudades de todo el mundo desarrollado. Y Alcalá, por desgracia, fue el primer municipio donde golpeó en masa con más virulencia.

La generalización en aquellos años del uso de equipos de refrigeración y de aire acondicionado en edificios públicos y en comunidades residenciales supuso la aparición de contagios a gran escala por este microbio, que suele generarse y anidar en la tierra húmeda y en depósitos y circuitos de agua con poca limpieza. Y es a través de los aerosoles y el agua vaporizada cómo sale al aire y, si se da el desventurado caso, es inhalada por los seres humanos, con sus perniciosas consecuencias cuando acaba encontrando alojamiento en los pulmones.



Imagen de la bacteria legionela.


Esta peculiaridad en el contagio fue lo que terminó de desconcertar del todo a la población local. Sobre todo cuando en la rueda de prensa más multitudinaria que se recuerda en la ciudad, con presencia incluso de periodistas de medios internacionales, la consejera de Sanidad de entonces, Rosa Posada, no solo confirmó la existencia de una epidemia de legionelosis. También anunció recomendaciones de prevención con carácter de cuarentena para los vecindarios del barrio de San Isidro, el paseo de la Estación y el eje formado por las calles Cánovas del Castillo y Daoíz y Velarde, consistentes básicamente en limitar todo lo posible el contacto con el vapor generado por el agua caliente en lavabos y baños, en las planchas para ropa o en agua hirviendo para cocinar. También se hipercloró el agua potable en la red general de abastecimiento por si el gran foco de la bacteria estuviera en algún tramo de las tuberías, y se fijaron controles más estrictos para edificios y servicios públicos.

Fue en ese sector de la ciudad, paralelo a las vías del tren, donde más enfermos se habían detectado. Y coincidió con la zona donde más cultivos de legionela se habían encontrado, una vez realizada una inspección a fondo de todas las instalaciones de aire acondicionado del casco urbano. Con todo, muchos aún desconfiaban de esa versión, y achacaban la plaga a las razones más peregrinas. Y otros estaban convencidos de que la bacteria se contraía con el contacto humano, y tomaron sus precauciones practicando una distancia social pionera.

Lo cierto es que estas cautelas y la limpieza de los depósitos de agua y de las torres infectadas surtieron efecto, y la curva de contagios fue poco a poco descendiendo hasta caer en picado a mediados de octubre. Fue en vísperas del puente de Todos los Santos cuando se dio por erradicado el brote y se divulgó el mapa de los focos principales del contagio, ubicados en las torres de refrigeración de la fábrica Roca y en un mercado de la calle Cánovas del Castillo, sobre todo. No faltaron, eso sí, las disputas políticas, técnicas y vecinales, porque no llegó a señalarse con exactitud el origen concreto de aquel 'coronavirus' complutense ni se aclararon por completo las responsabilidades por este malhadado suceso. 

Hasta muchos meses después no se difundió un informe definitivo sobre los daños exactos causados por la epidemia, que sirvió para marcar un antes y un después a la hora de tomarse más en serio este tipo de brotes en nuestro país, pues nunca se había conocido en España uno de esta envergadura. Incluso dio lugar a la promulgación de una normativa mucho más rigurosa para la limpieza de torres de refrigeración y los correspondientes protocolos de prevención.

Pero el nombre de Alcalá quedó señalado en negro por mucho tiempo, con un daño moral imposible de cuantificar. Y para colmo, la epidemia fue solo la guinda a una secuencia fatal de sucesos a cuál más terrible que arrancó en junio de 1995 con la espantosa muerte de dos vecinos en plena calle Mayor aplastados por un contenedor de obra arrastrado accidentalmente por un camión de bomberos que se dirigía a toda velocidad a sofocar un incendio.



El Hospital Príncipe de Asturias atendió la avalancha de enfermos por legionelosis
(foto: madrid.org)


A finales de agosto de ese mismo año se produjo el tristemente célebre crimen del Gurugú, con tres hombres tiroteados y posteriormente quemados dentro de un coche en un barranco por un macabro ajuste de cuentas. Justo un año después, las Ferias de Alcalá dieron la vuelta a toda España por el frustrado récord del sogatira, que terminó siendo plusmarca mundial pero por el medio centenar de personas que acabaron con las manos abrasadas. Y tras la legionela, el sórdido 1996 se cerró en los primeros días de diciembre con el incendio del oleoducto junto a la antigua nacional: una excavadora pinchó por error la conducción subterránea que atraviesa Alcalá de extremo a extremo y la explosión provocó primero la muerte del conductor y después una colosal columna de fuego y humo que duró horas.

Ese siniestro marcó el pico más alto del cortejo de desgracias en aquella turbulenta recta final de siglo y milenio para Alcalá, acrecentada además por la inestabilidad política del gobierno municipal bisoño y en minoría de Bartolomé González y el quebranto social y económico por la sangría imparable del cierre de empresas que puso la puntilla a la ciudad industrial. 

Por suerte, los largos brazos de la historia y la cultura acudieron una vez más al rescate y solaparon aquella amargura crepuscular y milenarista con la modesta pero ilusionante celebración a lo largo de 1997 del 450 aniversario del nacimiento de Cervantes, del que se borró el Ministerio de Educación y Cultura en manos, casualmente, de la ínclita Esperanza Aguirre; y, sobre todo, con la puesta en marcha del proyecto de la declaración de Patrimonio de la Humanidad, culminada con éxito el 2 de diciembre de 1998, el mejor regalo imaginable para iluminar la entrada en el siglo XXI y alentar las mejores esperanzas de futuro.

En aquellos días felices logró esfumarse el oscuro recuerdo de la tragedia que había tenido postrada a la ciudad dos años antes. Y si Defoe se lamentaba en su Diario de que, en su tiempo, se careciera de “periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana”; en el año de la legionela podría decirse lo mismo de la falta de la telefonía móvil, los chats y redes sociales. Pero visto lo que se ve ahora, más bien hay que felicitarse por ello, pues ese ruido infernal hubiera hecho aún más insoportable el condenado año de la otra plaga.


jueves, 30 de julio de 2020

La Cisneriana que no pudo ser

Además de las muchas reinvenciones y cambios que ha experimentado Alcalá de Henares a lo largo de la historia, casi siempre a la fuerza y por las bravas, en el camino quedaron un buen puñado de reformas ambiciosas y radicales. Una de ellas fue la que propuso el célebre arquitecto Ventura Rodríguez para renovar y revitalizar la decadente Cisneriana de la segunda mitad del XVIII y que nunca llegó a materializarse. Se perdió así un monumental edificio neoclásico en la plaza de Cervantes que, eso sí, habría acabado con la actual Capilla de San Ildefonso y el Casino, entre otros edificios señeros.



Aspecto de la fachada que Ventura Rodríguez diseñó en 1762 para el ala oeste de la Manzana Cisneriana. (Archivo y Biblioteca de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid) 


En la Biblioteca de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid se conservan los planos que dibujó el arquitecto de Ciempozuelos hace 250 años, cuando la vieja Academia de Cisneros languidecía con unos pocos centenares de alumnos y un plan de estudios que los ilustrados de la época rechazaban por anticuado.

No obstante, las autoridades de la época, guiadas por el espíritu de las luces que recorría la Europa de la Ilustración, trataron de modernizar la institución complutense, que, aunque vetusta, acartonada y cada vez más inhóspita y desolada, seguía siendo un referente de la cultura española. Y de aquel intento frustrado por renovar el Colegio Mayor de San Ildefonso, alma mater de la Universidad, han quedado estos curiosos bocetos que eran prácticamente inéditos hasta que fueron expuestos en la ya histórica muestra 'Alcalá, una ciudad en la historia', organizado por la Comunidad de Madrid en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Otros estudios recientes, como uno muy completo de Ana Asensio Rodríguez, han ahondado en el trabajo que en 1762 llevó a cabo por encargo Ventura Rodríguez (1717-1785), toda una gloria de la arquitectura española, autor de la capilla del Palacio Real de Madrid, del Transparente de la Catedral de Cuenca o de la reforma de la Basílica del Pilar de Zaragoza.

El arquitecto decidió centrar su trabajo en la esquina noroeste de la Manzana Cisneriana, es decir, la enmarcada por la calle Pedro Gumiel, con el desaparecido arco universitario, y la plaza de Cervantes, entonces plaza del Mercado.  Esa zona estaba compuesta por distintos pequeños edificios que daban servicio al colegio, como la la cárcel de estudiantes, la enfermería, la sacristía o la histórica Capilla de San Ildefonso.



Dibujo del Arco Universitario de la calle Pedro Gumiel hoy desaparecido, obra de Valentín Carderera y Solano en 1846. (Colección de la Fundación Lázaro Galdiano)


Para reemplazar ese conjunto, Rodríguez diseñó un gran edificio que rompía todos los esquemas arquitectónicos imperantes hasta entonces Alcalá. Así, los planos muestran una construcción presidida por una iglesia con un espectacular pórtico tetrástilo [con cuatro enormes columnas] de estilo corintio, con frontón y ático, y el remate de una vistosa cúpula rebajada. La planta de esta iglesia era centralizada y en ella destacaba un alargado presbiterio que conectaba con la crujía oriental del Colegio de San Ildefonso.

Dos grandes patios flanqueaban esta iglesia y en torno a ella se disponían nuevas dependencias de servicio, así como alojamientos de estudiantes más amplios y funcionales, que aumentaban asimismo la capacidad del colegio.

Con este rompedor diseño, la iglesia ofrecía su espectacular fachada a la plaza del Mercado, como complemento a la histórica fachada de Gil de Hontañón en la Plaza de San Diego y dando visibilidad a la Universidad desde el espacio más amplio y concurrido de la ciudad. 

Esta 'otra' Cisneriana, a costa, eso sí, de la centenaria capilla de San Ildefonso, hubiera prestado una renovada al corazón de Alcalá. Pero la falta de dinero y, sobre todo, de la voluntad entre los gobernantes del momento, la convirtió en una arquitectura imposible.

Los malos tiempos, en fin, no son exclusivos del presente. Y para nuestra Universidad, aquellos fueron la víspera de los peores; los de su expolio y su cerrojazo durante cerca de 150 años.

martes, 30 de junio de 2020

El bourbon de Azaña, la borrachera cervantina del alcalde de Madrid y el chispazo del alcalde de Alcalá

Para las viejas ciudades casi todo es viejo bajo el sol. No así para sus habitantes, que suelen volverse desmemoriados. Sobre todo con aquello que resulta funesto y desagradable. Se tratará, lo más seguro, de un mecanismo de autodefensa superviviente, aunque resulte doblemente doloroso para los que se llevaron la peor parte y cargan con el sufrimiento que provocaron el azar o la negligencia ante la indiferencia del resto. La vida sigue, claro, pero nunca sigue igual. Alcalá de Henares saca ahora la cabeza de un episodio oscuro que se ha llevado por delante la vida de varios centenares de paisanos y ha tenido a otros miles postrados por la enfermedad. Algún día deberá saberse con certeza por qué aquí ha arrasado esta peste con mayor letalidad que en otros lugares. Pero hasta entonces, y por un sentido elemental de fraternidad, convendría no olvidar lo pasado y padecido. A la tercera debería ir la vencida en este cívico aprendizaje, porque de la devastadora epidemia de legionella de hace 25 años ya casi nadie se acuerda y el zarpazo terrorista del 11-M de 2004 empieza a desvanecerse entre vapores de olvido.


Don Quijote alancea los odres de vino, en un grabado de una edición francesa del Quijote de 1850 
(Banco de Imágenes del Quijote. www.qbi2005.com)


Centrados en el fragor y los traspiés de la desescalada por esta terrible pandemia, y mezclada con el latigazo más irracional de la ola antirracista que ha sacudido el mundo tras el asesinato de George Floyd, afloró fugazmente una curiosa noticia fechada y emplazada en Estados Unidos que, de una manera un tanto disparatada, demostró cómo este rincón del Henares forma parte de los caminos de la historia.

Y es que durante el traslado de la estatua del presidente confederado Jefferson Davis del capitolio de Kentucky a un parque púbico, en el interior de la peana aparecieron una botella de bourbon de una famosa destilería local, una nota manuscrita cuyo contenido no ha trascendido y un ejemplar del periódico The State Journal del 20 de octubre de 1936 con el siguiente titular a cinco columnas: “Azaña moves to Barcelona”; o sea, “Azaña se va a Barcelona”. Se alude en la noticia a la salida del escritor y estadista complutense de Madrid para evacuar de urgencia la presidencia y el gobierno de la República a la Ciudad Condal en los primeros compases de la Guerra Civil.

Qué se le podía haber perdido a Azaña en Kentucky para que un periódico local le diera tanta importancia es uno de los muchos misterios de esta alocada historia, aunque lo primero en desentrañarse debería ser la razón de ser de esa botella que se supone vacía. ¿Se la bebieron a la salud del presidente confederado, un icono del sur esclavista, metido ahora en el mismo saco de odio donde ya están Escarlata O’Hara, Reth Butler y el espíritu de los Doce Robles? ¿O acaso brindaron con ella por la suerte del presidente alcalaíno algunos simpatizantes norteamericanos de la causa republicana que formaron parte de las Brigadas Internacionales?

Se da la circunstancia curiosa, o caprichosa, de que en Estados Unidos se organizó un batallón que tomó el nombre de otro presidente, Abraham Lincoln, natural también de Kentucky. Ganó la Guerra Civil a diferencia de Azaña, pero tuvo un final tan trágico como el de la calle de la Imagen. Puede que alguno de los miembros del Batallón Lincoln alcanzaran a ponderar sus vidas paralelas cuando acamparon en Alcalá y desfilaron por nuestra calle Mayor en 1937, con el andar animoso y la ancha sonrisa del exótico “camarada negro” Doug Roach en la vanguardia, probablemente el primero de su raza que vieron en su vida muchos asombrados alcalaínos de entonces. Y puestos a imaginar, es posible que algunos de aquellos briosos brigadistas fuera el que descorchara la botella.


Integrantes del Batallón Lincoln (DMAX)

Cosas más extrañas y crípticas han dejado estas cápsulas del tiempo improvisadas. Porque las que se organizan de manera oficial, con toda su pompa y circunstancia, suelen estar más pensadas. Aunque también dejan sus sorpresas, como las que quedaron encerradas en 1834 en la caja alojada bajo la estatua de Cervantes de la madrileña plaza de las Cortes, frente al Congreso de los Diputados.

En diciembre de 2009, durante unas obras de remodelación de este espacio urbano, se levantó la estatua y bajo su pedestal se halló un bloque de piedra que, tras ser examinado, se descubrió que contenía en su interior un cajón de madera. Éste a su vez, y en plan Matrioska, guardaba una caja de plomo del tamaño de una caja de zapatos, que abierta en una delicada operación con soplete dejó a la luz una urna de vidrio repleta de documentos cuidadosamente colocados. No había memoria de aquella cápsula del tiempo y fue trasladada al Museo Arqueológico Regional de Alcalá para ser custodiada e investigada. Su apertura, en las vísperas de la Navidad, fue todo un acontecimiento, con presencia de numerosa prensa nacional e internacional, como nunca se ha visto en el museo de la plaza de las Bernardas.

La caja contenía, entre otros elementos, dos valiosos Quijotes de principios del XIX pero, sobre todo, una cuidada selección de documentos que la convirtieron en el auténtico cofre del tesoro de los liberales que en aquel entonces luchaban por una España “despertada” una vez desaparecido el absolutista Fernando VII. Así, además de monedas que ensalzaban el espíritu de la Constitución de 1812 y retratos de la regente María Cristina y de la reina niña Isabel, se alojaron textos legales tan significativos como el de la derogación de la Ley Sálica, que permitió reinar a mujeres, y el de la exclusión de Carlos María Isidro y toda su estirpe en la línea sucesoria, lo que dio lugar a las Guerras Carlistas, un enfrentamiento fratricida que desangró a España durante el resto del siglo.

Lo que no es tan conocido es que esta cápsula del tiempo tuvo una segunda apertura mucha más discreta en el laboratorio del museo algo más de un mes después de su tumultuosa presentación. El motivo para demorar esta segunda operación secreta fue neutralizar el último recurso que emplearon sus promotores allá por 1834 para asegurarse de que su contenido llegara intacto al futuro, cualquiera que fuera su lejanía.


Aspecto de la urna de vidrio y su contenido en la cápsula del tiempo de la estatua de Cervantes
(Mario Torquemada. Museo Arqueológico Regional)

Así, al abrirla la primera vez los técnicos comprobaron que todos los documentos y libros estaban embadurnados con una sustancia de fortísimo olor, parecido al benzeno, con la idea de protegerlos de la acción de los insectos. Sus efluvios eran insoportables, de modo que esperaron unas semanas a que se ventilaran y se secaran. Y una tarde de finales de enero de 2010, ante un reducidísimo grupo de representantes políticos, periodistas e historiadores invitados por el jefe de la casa, el director Enrique Baquedano, se procedió a desempaquetar, desenrollar y hojear todos los documentos. Fue ahí donde se empezó a apreciar de verdad el valor histórico de lo cobijado en aquella caja, una auténtica ‘hoja de ruta’ del XIX que posteriormente fue objeto de una sesuda investigación histórica y una breve exposición en la sede del Gobierno regional.

Aquella tarde, sin embargo, mientras los presentes examinaban embelesados los libros, los papeles y las monedas, conservados como si aquella misma mañana hubieran sido depositados en la caja y no 175 años antes, nadie se percató de que los vapores de aquel desconocido ungüento insecticida aún seguían actuando. Y todos acabaron con un importante mareo. Hasta el punto de que se recomendó aligerar la reunión y salir al bello claustro del museo a tomar el aire.

Uno de los que sufrieron aquella borrachera a la salud de Cervantes fue el director general de Patrimonio Histórico entonces y hoy alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida. Seguro que no olvidará aquella tarde. Ni el dolor de cabeza con el que se fue a la cama, como le sucedió al resto de testigos de aquella segunda apertura del tesoro.

Son los riesgos de querer conocer los secretos que se confían a los grandes nombres de nuestra historia. Aunque también es cierto que no siempre están a la altura de la curiosidad despertada.


El sepulcro de Cisneros en la Capilla de San Ildefonso (foto: patrimonioactual.com)

Que se lo digan si no a aquel alcalde complutense que, según se cuenta, quiso saber qué escondía  el interior del suntuoso sepulcro del Cardenal Cisneros que preside la cabecera de la Capilla Universitaria de San Ildefonso, toda vez que sus restos mortales están en la Catedral Magistral, y circulaban los rumores más peregrinos al respecto. Las obras de remozamiento de la capilla ofrecieron la ocasión de satisfacer su interés: levantado el suntuoso mausoleo de mármol de Carrara, en el cajón interior se halló un vulgar equipo eléctrico instalado allí en su momento para suministrar, al parecer, luz al altar.

Una cutrez, visto todo lo visto. Pero objetivamente nadie podrá discutirle a los prebostes alcalaínos su empeño en usar el rico pasado para tratar de iluminar las muchas oscuridades que nos atormentan en el presente.

miércoles, 19 de febrero de 2020

La puerta secreta a la Edad Media

Arrinconado entre el legendario Complutum hispanorromano y los fulgores de la civitas renacentista y barroca, languidece el Alcalá medieval. Y no será por falta de historia e historias en el millar de años que van desde la aparición del poblado que se abrazó al Martyrium de Justo y Pastor hasta la villa gobernada por los poderosos arzobispos de Toledo, anfitriones a su vez de los reyes de Castilla, con privilegio de "Cuarto real" en el palacio. De hecho, la ciudad que hoy conocemos se forjó en aquel largo espacio de tiempo; en su traza, marcada entonces por las barriadas de las tres comunidades que a duras penas convivían, y hasta en su nombre, derivado del castillo musulmán asomado al río desde los cerros. Y pese a todo, su presencia pasa desapercibida. Como suele ocurrir en Alcalá con el pasado, escaso de monumentalidad pero prolífico en narrativa, hay que salir al encuentro de sus huellas. Y en este caso, nos topamos con una puerta, la única que se conserva de la muralla medieval y que, con más pena y ruinas que gloria, se mantiene en pie a tiro de piedra del Campo Laudable, en pleno corazón de la ciudad. A vista de todos pero del todo casi invisible. Muy alcalaíno también.


Aspecto que presenta en la actualidad la Puerta de Burgos.

La conocida como Puerta de Burgos es, probablemente, la construcción más antigua que existe en el centro de Alcalá, con cerca de 800 años haciendo sombra. Una torre cuadrada la esconde del río de coches y del trasiego de paisanos que transitan por la Vía Complutense y el vecino parque O'Donnell. Pero nada más cruzar la verja que da al jardín de la sede de Cáritas y las espaldas del Arzobispal, girando la vista a la izquierda, está la puerta, con su arco apuntado de ladrillo, sus masas de mampostería, sus franjas de tapial y un grueso contrafuerte de hormigón que la sostiene.

Se le dio tal nombre porque se abría al norte, al camino de Talamanca, vía de comunicación con Segovia y Burgos. Se edificó por primera vez a comienzos del siglo XIII, cuando el arzobispo Ximénez de Rada llevó a cabo el amurallamiento de toda la villa, a partir de la fortaleza que luego se convirtió en el suntuoso y malogrado palacio al que el Museo Arqueológico dedica una espléndida exposición en estos momentos.


Vista de Alcalá pintada por Anton van Wyngaerde en 1565. A la izquierda se puede reconocer el torreón de la Puerta de Burgos.

Posteriormente, a finales del siglo XIV, se reedificó como el torreón-puerta que ha llegado hasta nuestros días, y en el siglo XV se adosó el arco apuntado para fortalecer y ampliar la zona cubierta de la puerta. Otras mejoras en el siglo siguiente permitieron que se habilitara una estancia en el piso superior que todavía existe. Y durante casi tres siglos, los alcalaínos y visitantes usaron esta puerta cuyas grandes hojas de madera se cerraban por las noches.

A principios del siglo XVII, el cardenal Sandoval y Rojas mandó construir el monasterio de San Bernardo y la puerta quedó encerrada dentro de su recinto, en concreto junto a la huerta. El acceso norte se desplazó unos metros, abriéndose una puerta más pequeña, el arco de San Bernardo que conocemos y usamos en el presente.

De los muchos acontecimientos de los que ha sido testigo la vieja puerta quizá el más conocido por su difusión en las guías turísticas es la muerte de uno de esos reyes castellanos que desde Fernando III el Santo se aprovecharon de la hospitalidad de los arzobispos alojándose en el palacio-fortaleza. Fue, en concreto, Juan I, que en la mañana del 9 de octubre e 1390 salió a caballo por la puerta junto a una comitiva de caballeros para participar en una demostración ecuestre y un mal paso de la montura provocó que cayera violentamente al suelo, perdiendo la vida en el acto.

Mucho más cercano en el tiempo, en las Navidades de 2005, se volvió a saber de la puerta, desgraciadamente, tras sufrir un derrumbamiento. El arco interior se desmoronó y estuvo a punto de echar abajo medio torreón. Tras un apuntalamiento de urgencia, cuatro años después la Diócesis de Alcalá acometió unas laboriosas tareas de reconstrucción, cuyos detalles aún se pueden consultar en un cartelón desteñido por el sol y el óxido.

Una valla metálica impide acercarse a la puerta, que tras aquellas obras de recuperación desarrolladas entre 2009 y 2010 dejaron pendiente un estudio arqueológico más detallado. Por ejemplo, falta saber qué uso fiscal pudo tener, aparte del defensivo; o qué relación mantuvo con el barrio morisco que existía en el lugar antes de que fuera demolido para levantar encima el convento. A éste, no obstante, le debe la puerta que haya llegado hasta nuestros días, protegida de usos, descuidos y piquetas. Aunque el precio que haya tenido que pagar este modesto fósil arquitectónico es el desconocimiento general.


Detalle del arco por el que se accede a la puerta.

En su momento, tras las citadas reparaciones de hace una década, desde el Ayuntamiento se especuló incluso con la idea de desarrollar un proyecto museístico en el torreón, usando la sala superior, e integrar el conjunto en el circuito turístico de la ciudad. Pero a la vista está que no ha habido muchos avances.

La Puerta de Burgos, en fin, puede llegar a ser la mejor entrada, material y figurada, para conocer como es debido el fascinante Alcalá medieval, más allá del interés de los especialistas. En el entretanto, casi lo mejor que puede pasarle es que siga siendo secreta.