Fernando del Paso, simpático y dandy, el pasado abril en la Cisneriana (foto: UAH)
Cuesta recordar el nombre del último premiado. Y si se recuerda que fue el mexicano Fernando del Paso, aún cuesta más reconocer su obra, sus libros mejores o su importancia singular para el canon de la literatura española. Porque no hay duda de que la tiene. Como la tienen Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, José Jiménez Lozano, Gonzalo Rojas o José García Nieto, todos narradores o poetas de calidad; y todos también ilustres desconocidos fuera de la cofradía lectora culta e hiperespecializada.
Acaso si el jurado del premio -que nunca adornó las vitrinas de García Márquez, de Rulfo o de Benedetti- se atreviera a atender los gustos y debilidades de gran masa de lectores, y no solo los perfiles más académicos o las urgencias biológicas; otro gallo comenzaría a cantar. Y para el caso de este año, que toca autor español según la norma no escrita de alternancia entre las dos orillas, escoger un ganador entre los Eduardo Mendoza, Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Rosa Montero Arturo Pérez Reverte o Manuel Rivas, que también atesoran talento y merecimientos; representaría una saludable renovación para el reconocimiento.
Y si a ello se acompañara de una mejor promoción del galardón y del premiado, incluyendo cambios en el acto de entrega de la Cisneriana, reducido desde hace demasiados años a una encorsetada cita solemne a la que no acuden escritores y artistas en general, con el público cada vez más alejado y una excesiva e inútil representación local, salvo si es para limpiar a conciencia las bandejas del catering a pocos metros de los reyes; miel sobre hojuelas.
Ya se sabe que las letras no producen grandes movimientos de masas. Pero tampoco haría falta ejecutar una maniobra 'a la sueca' y concederle el Cervantes a Joan Manuel Serrat o a Joaquín Sabina para que este premio alcance la presencia social, cultural e incluso festiva que se merece. ¿O sí?
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