martes, 30 de junio de 2020

El bourbon de Azaña, la borrachera cervantina del alcalde de Madrid y el chispazo del alcalde de Alcalá

Para las viejas ciudades casi todo es viejo bajo el sol. No así para sus habitantes, que suelen volverse desmemoriados. Sobre todo con aquello que resulta funesto y desagradable. Se tratará, lo más seguro, de un mecanismo de autodefensa superviviente, aunque resulte doblemente doloroso para los que se llevaron la peor parte y cargan con el sufrimiento que provocaron el azar o la negligencia ante la indiferencia del resto. La vida sigue, claro, pero nunca sigue igual. Alcalá de Henares saca ahora la cabeza de un episodio oscuro que se ha llevado por delante la vida de varios centenares de paisanos y ha tenido a otros miles postrados por la enfermedad. Algún día deberá saberse con certeza por qué aquí ha arrasado esta peste con mayor letalidad que en otros lugares. Pero hasta entonces, y por un sentido elemental de fraternidad, convendría no olvidar lo pasado y padecido. A la tercera debería ir la vencida en este cívico aprendizaje, porque de la devastadora epidemia de legionella de hace 25 años ya casi nadie se acuerda y el zarpazo terrorista del 11-M de 2004 empieza a desvanecerse entre vapores de olvido.


Don Quijote alancea los odres de vino, en un grabado de una edición francesa del Quijote de 1850 
(Banco de Imágenes del Quijote. www.qbi2005.com)


Centrados en el fragor y los traspiés de la desescalada por esta terrible pandemia, y mezclada con el latigazo más irracional de la ola antirracista que ha sacudido el mundo tras el asesinato de George Floyd, afloró fugazmente una curiosa noticia fechada y emplazada en Estados Unidos que, de una manera un tanto disparatada, demostró cómo este rincón del Henares forma parte de los caminos de la historia.

Y es que durante el traslado de la estatua del presidente confederado Jefferson Davis del capitolio de Kentucky a un parque púbico, en el interior de la peana aparecieron una botella de bourbon de una famosa destilería local, una nota manuscrita cuyo contenido no ha trascendido y un ejemplar del periódico The State Journal del 20 de octubre de 1936 con el siguiente titular a cinco columnas: “Azaña moves to Barcelona”; o sea, “Azaña se va a Barcelona”. Se alude en la noticia a la salida del escritor y estadista complutense de Madrid para evacuar de urgencia la presidencia y el gobierno de la República a la Ciudad Condal en los primeros compases de la Guerra Civil.

Qué se le podía haber perdido a Azaña en Kentucky para que un periódico local le diera tanta importancia es uno de los muchos misterios de esta alocada historia, aunque lo primero en desentrañarse debería ser la razón de ser de esa botella que se supone vacía. ¿Se la bebieron a la salud del presidente confederado, un icono del sur esclavista, metido ahora en el mismo saco de odio donde ya están Escarlata O’Hara, Reth Butler y el espíritu de los Doce Robles? ¿O acaso brindaron con ella por la suerte del presidente alcalaíno algunos simpatizantes norteamericanos de la causa republicana que formaron parte de las Brigadas Internacionales?

Se da la circunstancia curiosa, o caprichosa, de que en Estados Unidos se organizó un batallón que tomó el nombre de otro presidente, Abraham Lincoln, natural también de Kentucky. Ganó la Guerra Civil a diferencia de Azaña, pero tuvo un final tan trágico como el de la calle de la Imagen. Puede que alguno de los miembros del Batallón Lincoln alcanzaran a ponderar sus vidas paralelas cuando acamparon en Alcalá y desfilaron por nuestra calle Mayor en 1937, con el andar animoso y la ancha sonrisa del exótico “camarada negro” Doug Roach en la vanguardia, probablemente el primero de su raza que vieron en su vida muchos asombrados alcalaínos de entonces. Y puestos a imaginar, es posible que algunos de aquellos briosos brigadistas fuera el que descorchara la botella.


Integrantes del Batallón Lincoln (DMAX)

Cosas más extrañas y crípticas han dejado estas cápsulas del tiempo improvisadas. Porque las que se organizan de manera oficial, con toda su pompa y circunstancia, suelen estar más pensadas. Aunque también dejan sus sorpresas, como las que quedaron encerradas en 1834 en la caja alojada bajo la estatua de Cervantes de la madrileña plaza de las Cortes, frente al Congreso de los Diputados.

En diciembre de 2009, durante unas obras de remodelación de este espacio urbano, se levantó la estatua y bajo su pedestal se halló un bloque de piedra que, tras ser examinado, se descubrió que contenía en su interior un cajón de madera. Éste a su vez, y en plan Matrioska, guardaba una caja de plomo del tamaño de una caja de zapatos, que abierta en una delicada operación con soplete dejó a la luz una urna de vidrio repleta de documentos cuidadosamente colocados. No había memoria de aquella cápsula del tiempo y fue trasladada al Museo Arqueológico Regional de Alcalá para ser custodiada e investigada. Su apertura, en las vísperas de la Navidad, fue todo un acontecimiento, con presencia de numerosa prensa nacional e internacional, como nunca se ha visto en el museo de la plaza de las Bernardas.

La caja contenía, entre otros elementos, dos valiosos Quijotes de principios del XIX pero, sobre todo, una cuidada selección de documentos que la convirtieron en el auténtico cofre del tesoro de los liberales que en aquel entonces luchaban por una España “despertada” una vez desaparecido el absolutista Fernando VII. Así, además de monedas que ensalzaban el espíritu de la Constitución de 1812 y retratos de la regente María Cristina y de la reina niña Isabel, se alojaron textos legales tan significativos como el de la derogación de la Ley Sálica, que permitió reinar a mujeres, y el de la exclusión de Carlos María Isidro y toda su estirpe en la línea sucesoria, lo que dio lugar a las Guerras Carlistas, un enfrentamiento fratricida que desangró a España durante el resto del siglo.

Lo que no es tan conocido es que esta cápsula del tiempo tuvo una segunda apertura mucha más discreta en el laboratorio del museo algo más de un mes después de su tumultuosa presentación. El motivo para demorar esta segunda operación secreta fue neutralizar el último recurso que emplearon sus promotores allá por 1834 para asegurarse de que su contenido llegara intacto al futuro, cualquiera que fuera su lejanía.


Aspecto de la urna de vidrio y su contenido en la cápsula del tiempo de la estatua de Cervantes
(Mario Torquemada. Museo Arqueológico Regional)

Así, al abrirla la primera vez los técnicos comprobaron que todos los documentos y libros estaban embadurnados con una sustancia de fortísimo olor, parecido al benzeno, con la idea de protegerlos de la acción de los insectos. Sus efluvios eran insoportables, de modo que esperaron unas semanas a que se ventilaran y se secaran. Y una tarde de finales de enero de 2010, ante un reducidísimo grupo de representantes políticos, periodistas e historiadores invitados por el jefe de la casa, el director Enrique Baquedano, se procedió a desempaquetar, desenrollar y hojear todos los documentos. Fue ahí donde se empezó a apreciar de verdad el valor histórico de lo cobijado en aquella caja, una auténtica ‘hoja de ruta’ del XIX que posteriormente fue objeto de una sesuda investigación histórica y una breve exposición en la sede del Gobierno regional.

Aquella tarde, sin embargo, mientras los presentes examinaban embelesados los libros, los papeles y las monedas, conservados como si aquella misma mañana hubieran sido depositados en la caja y no 175 años antes, nadie se percató de que los vapores de aquel desconocido ungüento insecticida aún seguían actuando. Y todos acabaron con un importante mareo. Hasta el punto de que se recomendó aligerar la reunión y salir al bello claustro del museo a tomar el aire.

Uno de los que sufrieron aquella borrachera a la salud de Cervantes fue el director general de Patrimonio Histórico entonces y hoy alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida. Seguro que no olvidará aquella tarde. Ni el dolor de cabeza con el que se fue a la cama, como le sucedió al resto de testigos de aquella segunda apertura del tesoro.

Son los riesgos de querer conocer los secretos que se confían a los grandes nombres de nuestra historia. Aunque también es cierto que no siempre están a la altura de la curiosidad despertada.


El sepulcro de Cisneros en la Capilla de San Ildefonso (foto: patrimonioactual.com)

Que se lo digan si no a aquel alcalde complutense que, según se cuenta, quiso saber qué escondía  el interior del suntuoso sepulcro del Cardenal Cisneros que preside la cabecera de la Capilla Universitaria de San Ildefonso, toda vez que sus restos mortales están en la Catedral Magistral, y circulaban los rumores más peregrinos al respecto. Las obras de remozamiento de la capilla ofrecieron la ocasión de satisfacer su interés: levantado el suntuoso mausoleo de mármol de Carrara, en el cajón interior se halló un vulgar equipo eléctrico instalado allí en su momento para suministrar, al parecer, luz al altar.

Una cutrez, visto todo lo visto. Pero objetivamente nadie podrá discutirle a los prebostes alcalaínos su empeño en usar el rico pasado para tratar de iluminar las muchas oscuridades que nos atormentan en el presente.