miércoles, 21 de julio de 2021

La hija de Cervantes y el amor en los tiempos de la peste

Hamnet y Hamlet eran nombres equivalentes, dos formas perfectamente intercambiables en la Inglaterra del siglo XVI. Así lo aclara la escritora Maggie O’Farrell al comienzo de su libro Hamnet, una de las novelas más aclamadas por críticos y lectores en Europa en los últimos meses. En ella se fabula sobre los orígenes familiares de William Shakespeare en Stratford, así como sobre su boda con la indomable y magnética Agnes, sus inicios como autor-actor en los corrales de comedias de un sucio y caótico Londres y, ante todo, su honda herida por el fatal destino de su malogrado hijo Hamnet.


La sobrina de Alonso Quijano, asomada a una ventana, en un grabado de una edición española del Quijote de 1904 (cervantesvirtual.com)


Aunque se trata de una ficción, el hechizante relato de O’Farrell permite evocar los duros contrastes que existieron entre la fastuosa imaginación y el talento único que Shakespeare plasmó en sus universales comedias y tragedias, repletas de historias, personajes y pasiones formidables; y las miserias, amarguras y crueldades que jalonaron su vida y la de sus allegados.

Esa distancia entre vida de penalidades y obra luminosa, así como la dificultad de reconstruir una biografía nebulosa, son también comunes con el otro gran coloso del momento y de todo tiempo, nuestro Miguel de Cervantes

Como el bardo de Stratford, el de la alcalaína calle de la Imagen nunca logró erigir un edificio familiar sólido, equilibrado y protector. Más bien lo contrario. Y particularmente frustrante y dolorosa fue la convivencia con su única descendiente.


Portada de 'Hamnet', de Maggie O'Farrell (Libros del Asteroide)

Entre los muchos defectos y fracasos que acarreó a lo largo de su vida el manco de Lepanto, la relación con su hija representó una de las mayores cargas. Isabel de Saavedra, que así se llamó, fue fruto de una relación extramatrimonial y no fue reconocida hasta los 14 años, razones que pueden explicar en parte el tenso vínculo entre hija y padre. A recopilar datos que soporten esas razones y a buscar nuevas informaciones sobre la no menos desgraciada vida de la única descendiente del alcalaíno más universal dedicó uno de sus libros Emilio Maganto Pavón (Madrid, 1943), urólogo, exprofesor de la Universidad de Alcalá e investigador cervantista.

Isabel de Saavedra. Los enigmas en la vida de la hija de Cervantes (Editorial Complutense) es el título de esta obra, que vio la luz en 2013 y en cierto modo es continuación del libro que Maganto dedicó un par de años antes a su madre y amante del autor del Quijote, Ana Villafranca o Ana Franca. Once archivos y bibliotecas, además de un sinfín de libros de los siglos XVI y XVII de iglesias de la capital, rastreó el estudioso para reunir documentación inédita sobre Isabel, nacida en Madrid en 1584 y fallecida en la misma ciudad en 1652.

Los datos recabados por el investigador permitieron reconstruir distintas partes de su biografía, especialmente hasta los 14 años, habiendo localizado incluso su partida bautismal. También compiló abundante información sobre la familia de su madre, una mujer a la que Cervantes conoció después de concluir su cautiverio en Argel en 1580 y con la que mantuvo una relación fugaz y clandestina, pues ella estaba casada con Alonso Rodríguez, que regentaba una taberna frecuentada por gentes del teatro y de las letras.

Durante el breve idilio fue concebida la niña, de la que se desentendió el escritor de inmediato, así como de su madre, ya que el nacimiento vino a coincidir con el éxito de su primera novela, La Galatea, y su compromiso matrimonial con Catalina de Salazar, que acabó resultando un fiasco, pues al parecer estuvo más inspirado por las conveniencias económicas que por el enamoramiento.

En 1598 murió Ana y al año siguiente Cervantes se decidió a asumir sus responsabilidades como padre. Eso sí, reclamó a su hija a través de su hermana Magdalena, que la puso a su servicio, y le dio su segundo apellido, Saavedra. "Es difícil en la época actual sopesar cómo vería Cervantes sus obligaciones como padre y el tenerse que hacer cargo de ella al fallecer su amante", indica Maganto, aunque los hechos comprobados resultan de lo más elocuentes: "Lo que parece evidente es que Cervantes no la reclamó cuando murió el padre putativo de Isabel, Alonso Rodríguez, en 1590. Después, esperó más de un año para reclamarla y no quiso estar presente en tan honroso acontecimiento. Por otra parte, la reconoció de forma implícita, es decir, no dándole su primer apellido, sino el de Saavedra, y siempre por intermedio de su hermana Magdalena. Todo esto lo sabía su hija y nunca se lo perdonó. Para mí, son demasiadas contradicciones que no pueden explicarse solo por miedo a que su esposa Catalina se enterase".


El hidalgo, buscando la cámara donde guardaba sus libros, en una ilustración de una edición inglesa del Quijote de 1886 (cervantesvirtual.com)

Sea como fuere, lo cierto es que todos aquellos sucesos emponzoñaron los lazos de Cervantes con su hija, que ya arrastraba bastante sufrimiento a consecuencia de la mala vida en la taberna, hasta conformar una "personalidad perversa" y cargada de "resentimiento" que, según el cervantista, Isabel  no solo dirigió contra su padre, sino "contra todos los hombres que se cruzaron en su vida".

A la luz de esta investigación, no hay rastro idílico de la convivencia de Cervantes con su hija, que más bien se convirtió en otra pesadilla en su vida. "El rencor fue una de las principales señas de identidad de aquella hija que amargó la vejez de su padre y que, pese a la opinión de la mayoría de los historiadores, nunca estuvo conforme ni a gusto en el seno familiar de los Cervantes", sentencia Maganto.

Con semejante desarmonía familiar, era difícil que el linaje cervantino se perpetuara. Y así parece que sucedió. Porque, por más que en algún momento se haya alentado la idea de que la estirpe del escritor ha podido llegar hasta nuestros días, los documentos son tercos: el Príncipe de los Ingenios apenas dejó linaje. Isabel, su única descendiente conocida y reconocida –se ha especulado con la existencia de un hijo en Nápoles, fruto de una aventura similar a la de Ana Villafranca, pero no se han encontrado pruebas fiables de ello- le dio una nieta, Isabel Sanz de Saavedra, fruto de su relación adúltera con su amante, Juan de Urbina, ya que ella estaba casada en primeras nupcias con Diego Sanz del Águila. Pero la pequeña Isabel murió con dos años. Isabel tuvo un segundo marido, Luis de Molina, pero el matrimonio no dejó hijos. 

De esta última relación, Maganto tiene la sospecha de que Isabel estuvo separada totalmente del esposo y vivía sola: "Su matrimonio solo fue de tipo judicial para entablar pleitos en contra de su examante y para lucrarse, ya que era un matrimonio impuesto y por contrato notarial”. 


 Portada de la iglesia del Convento de Carmelitas Descalzas de la Concepción o de la Imagen, donde profesó como monja Luisa, hermana de Miguel de Cervantes (cvc.cervantes.es)

En relación a otros descendientes posibles del escritor, está probado que su estirpe se extinguió a su muerte en 1616. Con su esposa Catalina no tuvo hijos y al parecer tampoco los tuvo su sobrina Constanza de Ovando, hija de su hermana Andrea, la única de las hermanas de Cervantes que dejó una descendiente, bastarda para más señas. Junto a Magdalena conformaron el conocido trío de ‘Las Cervantas’, envueltas siempre en un halo de sordidez.

Mención aparte merece Luisa, cuyo mundo se redujo a unas pocas decenas de metros toda su vida: fue monja carmelita en el convento de la calle de la Imagen, llegando a ser su priora –sus huesos han de permanecer aún en su osario, mezclados con los de decenas de hermanas, de ahí que fuera imposible contar con ellos durante la fiebre por la identificación y localización de los restos de Cervantes en la cripta del madrileño convento de las Trinitarias desatada en 2014 y de las que nunca más se supo-.

Con semejante entorno familiar, no sorprende y a la vez admira que Miguel de Cervantes se evadiera habitando el mundo liberador de la creación literaria. Los amores imperfectos y las pasiones más bajas, pero amores y pasiones al cabo, quedaban para su día a día, que era bastante más duro, precario y azaroso que el del presente. Juzgarlo con valores y criterios de hoy no deja de ser un sinsentido.

Las desdichas de Isabel y las de Hamnet mortificaron de manera inimaginable a sus célebres progenitores en unas vidas que, con sus golpes de fortuna y con todos sus destellos de gloria incluidos, transcurrían entre rigores de supervivencia en los implacables tiempos de la peste.

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