Hace unos días derribaban una estatua de Cristóbal Colon en la ciudad colombiana de Barranquilla. Al grito de “Colón asesino”, la turba arrancó la cabeza de la efigie y la arrastró por las calles. Se trata del penúltimo acto -vandálico en este caso- para tratar de borrar la huella hispánica en América, un movimiento que se ha acentuado en los últimos tiempos y que tiene seguidores desde la Patagonia a los ricos estados del Norte. En California, por ejemplo, la pasada primavera un concejal de la ciudad de San Diego se significó por iniciar una campaña para eliminar todas las referencias a España en el escudo de la ciudad, porque “glorifica a los que robaron” y “ocuparon la tierra”. Claro que de no ser por la presencia española la próspera ciudad que habita el concejal y casi millón y medio de almas más no existiría. Y a su vez San Diego no sería tal sin la existencia de Alcalá de Henares.
Aspecto del skyline del centro financiero de San Diego (viajarsandiego.com) |
El corazón de esta ciudad es la misión que unos religiosos franciscanos fundaron en 1769 y que consagraron a la advocación de un franciscano de pro como San Diego de Alcalá, dentro de la campaña evangelizadora y militar ordenada por Carlos III, uno de los primeros reyes borbones, para la costa oeste de Norteamérica. Hoy el templo y su recinto es monumento nacional. Y la Universidad Católica de la ciudad se halla en un área conocida como Parque Alcalá.
Por eso, cada cierto tiempo visitan el patio complutense y, en particular, la Catedral Magistral donde reposa la momia del venerable franciscano grupos de californianos deseosos de conocer sus raíces. Este vínculo pudo haber sido más estrecho de haber fructificado el hermanamiento entre ambas ciudades que tuvo como mediador a un peculiarísimo personaje, Alfonso de Bourbon, que presumía de ser familiar directo del rey Juan Carlos y que falleció hace casi una década.
Entrada a la Misión de San Diego (missionsandiegohistory.org) |
Aseguraba ser el hijo de Alfonso de Borbón, primogénito de Alfonso XIII, aunque no poseía más prueba de ello que el asombroso parecido físico con su abuelo. Alfonso de Bourbon Sampedro, que tal era el nombre del supuesto primo del rey emérito Juan Carlos –y descendiente, por tanto, del rey ilustrado que ordenó conquistar la fachada continental al Pacífico antes de que se le adelantara el imperio ruso-, nunca reivindicó sus derechos al trono español, pero se ganó la vida valiéndose con mucha maña de su planta y modales aristocráticos y de una cultura cosmopolita entre la alta sociedad de San Diego, donde se instaló en 1975 tras criarse en Suiza, estudiar en La Sorbona y Heidelberg y trabajar como traductor para la ONU en Nueva York. Y el mayor ejemplo de su implicación en la comunidad sandieguina fue su intento de hermanarla con Alcalá, la ciudad donde se custodian los restos del santo, hace cuarenta años.
Su mediación no tuvo fruto pero fue recordada con ocasión de su muerte en los primeros días de 2012, ocurrida en trágicas circunstancias en el exclusivo distrito de La Jolla, donde residía. Porque el elegante y educado Bourbon murió arrollado por un camión cuando se entregaba a su afición por rebuscar en los contenedores de basura de su selecta barriada. En las crónicas de los periódicos de San Diego calificaron con indulgencia de "extraña costumbre" la manía de su distinguido y entrañable vecino, al que conocían como 'El Conde' o 'El Príncipe', habitual de las bibliotecas y las librerías y también de las fiestas más exclusivas, a las que acudía sin invitación, y restaurantes de lujo, donde pedía a sus amigos que le convidaran.
Alfonso de Bourbon, en una foto de comienzos de los años 70 (foto: 'Mujer Hoy') |
De ese punto excéntrico también hizo gala en sus visitas a Alcalá a comienzos de los años 80, cuando actuó de enlace entre el Ayuntamiento de San Diego y Alcalá. El Cronista de la Ciudad, Vicente Sánchez Moltó, recuerda al menos tres estancias de Alfonso de Bourbon en la ciudad complutense entre 1980 y 1983, siendo alcalde Carlos Valenzuela y concejal de Cultura, José María Bustamante. El nunca aclaró ante los munícipes el parentesco que tenía con la familia real española; simplemente afirmaba que tenía relación con ella. “Vestía de manera elegante, era una persona muy educada y hablaba perfectamente castellano, aunque con un fuerte acento extranjero. De hecho, nos corregía cada vez que le presentábamos como Alfonso de Borbón. Él aclaraba que su apellido era como el original francés, Bourbon", rememora Moltó.
El hermanamiento no se pudo consumar por razones puramente económicas: "Solo el coste de los viajes a California era inasumible para un ayuntamiento que apenas tenía dinero y que se veía acuciado por necesidades mucho más urgentes en la ciudad", explica el cronista, evocando aquel Alcalá con barrios aún en construcción, equipándose a duras penas de colegios, ambulatorios, líneas de autobuses y hasta redes de saneamiento y agua corriente. Así las cosas, al aristocrático ‘embajador’ californiano no hubo más remedio que darle largas y el vínculo entre las dos ciudades quedó ceñido a las visitas que con cierta regularidad hacían, y aún hacen, grupos de sandieguinos a Alcalá.
San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres, obra de Bartolomé Esteban Murillo (1645) |
Muchos vinieron recomendados por el propio Alfonso de Bourbon, que llegó a presidir la sociedad Ciudades Hermanas San Diego-Alcalá y que, en la medida de sus posibilidades, divulgó la historia y la cultura española entre sus convecinos apelando a su linaje y sus raíces familiares. Y eso que, de ser ciertos éstos, más bien deberían haberle producido rencor y amargura. Porque, según su testimonio, él fue el fruto del matrimonio entre Alfonso de Borbón y Battenberg, que renunció a todos sus derechos al trono español, y Edelmira Sampedro, heredera de una rica familia cubana. Nació en la ciudad suiza de Lausana y al poco de llegar al mundo fue entregado a una comunidad de monjas. No conoció a su padre, que murió en un accidente de tráfico en Miami cuando él tenía seis años; y su madre se desentendió de él, dejándole a cargo de las religiosas, que lo criaron. Oficialmente la pareja no tuvo hijos.
Fueron las monjas las que le contaron esta historia, aunque siempre careció de documentos que acreditaran su filiación. Lo único que esgrimía era una pequeña foto de su abuelo Alfonso XIII, que siempre llevaba en el bolsillo, para demostrar que, en efecto, era su vivo retrato.
Justo es señalar, por otra parte, que el interés de la comunidad sandieguina por conocer más de los orígenes y la toponimia de su ciudad vienen de antes de la aparición de Alfonso de Bourbon. Por ejemplo, fue en los años 60 del pasado siglo cuando James S. Copley, un magnate de la prensa de San Diego y político republicano, residente como Bourbon en La Jolla, se interesó por Alcalá. Y de aquello quedó como testimonio permanente una estatua del santo que donó a la ciudad en 1964 y que se puede admirar actualmente en el patio de Mataperros de la ermita de los Doctrinos. En su pedestal se puede leer la siguiente leyenda: "Este monumento costeado por James S. Copley ha sido erigido en memoria del santo cuyo nombre lleva la ciudad de San Diego de California".
La estatua de San Diego, en el patio de la ermita de los Doctrinos (foto: Dream Alcalá) |
Allá, tal y como se están poniendo las cosas para la memoria y la historia hispana, las tres fieras quimeras que hacen guardia en el recoleto corral alcalaíno no le vendrían mal a una efigie del humilde fraile, “siervo pequeñito y abandonado”, según la gráfica descripción que hizo el papa en su bula de canonización, y aun así santo prodigioso. Porque dar nombre a una moderna y pujante ciudad al otro lado del mundo no es poco milagro.