Fueron dos explosiones consecutivas y brutales; el suelo se estremeció y las luces se apagaron; cristales y cascotes empezaron a llover desde las fachadas de los edificios, y una nube de polvo barrió la ciudad. A apenas cuatro kilómetros de la plaza de Cervantes, cerca del viejo puente medieval del Zulema, un cráter entre fuego, humo y barro fue todo lo que quedó de un montículo en cuyo interior se guardaba un arsenal militar.
Estado en el que quedó la venta y los alrededores del polvorín tras la explosión |
Ocurrió la
noche del sábado 6 de septiembre de 1947, hace pues 70 años. Solo los más
mayores recuerdan esta tragedia, cuyo rastro de muertos, heridos y destrozos
materiales dejó conmocionada durante años a lo que, por aquel entonces, era una
pequeña ciudad. Para refrescarlo y darlo a conocer a las nuevas generaciones,
el colectivo cívico Foro del Henares promovió hace ocho años la publicación del
libro La explosión del polvorín de Alcalá de Henares, obra de los
historiadores Alejandro Remeseiro y Julián Vadillo, y reclamó a las fuerzas
políticas locales que impulsaran algún tipo de recuerdo municipal de las
víctimas y de los represaliados de aquel suceso que comenzó una tibia velada de
sábado hace siete décadas. Con un monumento y la reedición del libro de
antes citado se ha dado respuesta ahora a esa petición de memoria para una
calamidad que solo el fatídico11-M puede igualar en impacto.
Recién
concluidas las Ferias, en aquella noche de final de verano casi todo el mundo
estaba en la calle, tomando el fresco o paseando.Los relojes se pararon a las diez
menos cuarto de la noche por dos truenos y un tremendo temblor de tierra.
Ningún hogar ni establecimiento público de Alcalá se libró de la terrorífica
sacudida, a la que siguió un apagón y una espesísima polvareda. El pánico se
adueñó de la población, desconocedora aún que aquel terremoto tenía su
epicentro al otro lado del río.
El polvorín
construido una década antes en las entrañas de un montecito de apenas 50 metros de altura,
ubicado a las espaldas del actual Centro de Artesanía, había estallado por
causas desconocidas escupiendo al aire cientos de miles de metros cúbicos
de tierra. En pocos minutos llegó a las calles de Alcalá el colosal hongo
de polvo levantado por la deflagración. De la violencia de ésta no se salvó la
fábrica Río Cerámica, vecina del polvorín, que quedó completamente arrasada;
ni el viejo puente del cardenal Tenorio; ni la popular venta de Camacho.
El temblor de la explosión se llegó a sentir a más de cincuenta kilómetros,
especialmente hacia el sur, en la otra orilla del Henares. Se dijo entonces que
el río salvó a la ciudad de una destrucción mayor al absorber buena parte de la
onda expansiva.
En la más
absoluta oscuridad y con el terror haciendo presa de los vecinos, en el
Ayuntamiento se montó un ‘gabinete de crisis' cerca de la medianoche. El
alcalde accidental Félix Huerta Álvarez de Lara, que sustituía al regidor Lucas
de Campo, de vacaciones, contactó con la autoridad militar para organizar la
operación de salvamento en la ‘zona cero' del Zulema y atender a los heridos en
la ciudad, alertándose a los hospitales de Madrid y de Guadalajara. Militares,
personal municipal y voluntarios se acercaron hasta el polvorín, donde les dio
el alto un centinela que salió milagrosamente indemne pidiéndoles fuera de sí
el santo y seña.
La búsqueda
de supervivientes y el rescate de cadáveres en lo que quedaba del polvorín y en
el esqueleto ruinoso de la vecina fábrica, fueron muy dificultosos. El
polvo era cegador, se habían incendiado los restos de la fábrica por los hornos
que ardían cuando se produjo la explosión y había que cruzar el río a pie por
la destrucción del puente. El Teatro Salón Cervantes se convirtió en un
hospital de campaña y los primeros bomberos llegaron de Madrid a primeras horas
de la madrugada.
El 7 de
septiembre Alcalá amaneció cubierta de polvo pero calmada. A media mañana logró
recuperarse la línea telefónica y la oficina del telégrafo en la calle Santiago
no dio abasto para atender la avalancha de mensajes de los vecinos deseosos de
comunicar con el exterior para tranquilizar a amigos y familiares.
Poco a poco
se fue haciendo recuento de víctimas y se cerró con la cifra de 24 muertos,
entre soldados y trabajadores de la cerámica, y un número indeterminado de
heridos. La ciudadanía se volcó con los damnificados y el funeral de los
fallecidos, al que acudieron las autoridades políticas y religiosas de la
capital, con el ministro de Gobernación a la cabeza, fue multitudinario.
De inmediato
comenzó la investigación del siniestro y, en paralelo, la ‘caza’ de culpables.
Aunque nunca se llegó a saber con certeza cómo se produjo la explosión,
todos los indicios apuntaban a las deficientes instalaciones y al mal estado de
la pólvora almacenada en el polvorín. Los jueves militares que instruyeron la
causa no los tuvieron presentes y se acogieron exclusivamente a la teoría
del sabotaje organizado por una célula izquierdista. De esta manera, con
ninguna prueba inculpatoria, fueron detenidas 24 personas, todos obreros,
la mayoría de Alcalá y con antecedentes de militancia comunista y socialista.
Ocho de ellos fueron condenados a muerte y el resto padecieron severas penas de
prisión.
El recuerdo
del trágico destino de aquellos condenados, que se sumó al de las víctimas de
la explosión, quedó desleído con el tiempo, excepción hecha de la memoria de
los más mayores y el libro antes mencionado. En el lugar, no obstante, aún queda
en pie parte del montículo y, hasta hace no mucho, la entrada a la galería del
polvorín ubicada cerca de la cuesta del Zulema, la única que quedo en pie aquel
sábado negro.